FUENTE INAGOTABLE DE LUZ

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Sagrados Corazones Unidos del AMOR SANTO

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Sagrados Corazones de Jesús y María, unidos en el amor perfecto,

viernes, 28 de julio de 2017

Los dones del Espíritu Santo “consejo”

Entrar en la lógica del vivir con Dios, para Dios, en Dios.


Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,19-20).
A menudo Jesús pidió a sus discípulos de no preocuparse de los eventos o del mañana. Él sabe que nunca faltaría la intervención divina, ello suple todas las carencias de las criaturas. Esto presume un fundamento de fe por parte del hombre, su permanecer en la gracia, haciendo el vacío de sus pensamientos, de su ansiedad. El Espíritu Santo, que es libertad absoluta, no puede actuar donde encuentra impedimentos, obstáculos a su acción. El espacio, entendido como vacío interior del alma, es su prerrogativa, indispensable para poder infundir en el hombre sus dones.
El don del consejo no excede de esto. Crear espacio para el Espíritu Santo, significa hacerse sensibles a su voz que sugiere en qué dirección orientarnos, pero presupone también un mínimo de conocimiento, la de nuestra procedencia por ejemplo, del valor de nuestro ser, de nuestro fin y a dónde vamos.
Por lo general en la vida puede pasar de vivir situaciones no claras para las que, al ser incapaces solos, se siente la necesidad de confiarse y pedir ayuda para salir de ellas, o simplemente para confrontar con otras personas su propio punto de vista sobre una decisión que tomar.
La decisión cae en la persona de mayor confianza: los padres, el hermano, el amigo seguro. Y para que éstos sean capaces de ser un buen consejero debe conocer las situaciones de los demás y su experiencia puede revelarse una fuente de verdad, además que un medio para tranquilizar el otro.
Entonces, experiencia y conocimiento son el fundamento del consejo y, al ser el consejo un don divino, es necesario hacer la experiencia de Dios. Quien hace esta experiencia es capaz de discernir para sí mismo, entre las situaciones que se le plantean, en seguridad y rapidez y, para los demás, formular el justo consejo al momento oportuno.
El hombre, aunque se sienta determinado, no puede prescindir de su vínculo o su dependencia de Dios, en calidad de hijo y no de esclavo. Sus seguridades aparentes desaparecen si no busca este vínculo que, no obstante su voluntad, existe, porque desde siempre Dios tiene su diseño para llevar a cabo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4).
¿Pero qué es esta verdad? O, quizás, sería mejor preguntarse Quién es esta verdad que espera de ser conocida si no Su mismo Hijo. El don del consejo nos ayuda a descubrirLa, a conocerLa, a seguirLa.
En el día de la Pentecostés, el Espíritu Santo actuó firmemente en los Apóstoles y ellos mismos, desde aquel día, con valentía y determinación comenzaron y supieron “presentar” a los demás esta Verdad, el Hijo de Dios, el en el que reside nuestra salvación, la salvación para todos. Su sugerencia fue justo la de abrirse a conocerLe y dejarse guiar por Él para que nos salve la vida: «Arrepiéntanse, y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para que sus pecados sean perdonados y recibirán el don del Espíritu Santo … ¡Aléjense de esta generación perversa y sálvense!» es la exhortación de Pedro (Hch 2,38-40).
Hoy diríamos: Pedro habló con conocimiento de causa. Al tener la experiencia, sabe bien qué aconsejar, y su consejo es a la vez un don y el fruto de la acción divina en él, así como en los demás apóstoles.
Cuando se consigue dar un buen consejo a alguien, no sucede necesariamente porque somos sabios, sino porque la conciencia fue sacudida y ahora es capaz, a través de la luz recibida por el Espíritu Santo, de obrar decisiones concretas, en comunión con Dios, siguiendo la lógica del Hijo que es obediencia al Padre.
La obediencia a Dios es el consejo mejor, el único para santificar nuestra vida. Estamos llamados a la comunión con Él, no a ser un obstáculo, para que se realice la obra que Dios está planeando para cada uno de nosotros, singularmente y universalmente para su pueblo. Ásperas son las palabras de Gamaliel en el sanedrín en favor de los Apóstoles: «Hombres de Israel, tengan cuidado con lo que van a hacer con estos hombres […] Si este plan o esta obra llega de Dios, no podrán destruirlos. ¡No sea que se encuentren ustedes luchando contra Dios!» (Hch 5,35-39). 
La palabra obediencia, procedente del latín, significa literalmente “escuchar”. Pues, obedecer a Dios es escuchar a Dios, seguirLe en ese camino que Él mismo nos indica y que nos hace libres, juiciosos.
María, la Madre celestial, la primera en escuchar y acoger la Palabra de Dios, meditándola en su corazón, nos dirige la invitación, el “consejo” de escuchar, hacer “lo que Él les dirá”, tal como sugirió a los servidores de Caná. Este es la única admonición que María dirige constantemente a sus hijos, ora que vivan su vida en plenitud, ya que Jesucristo es la llena realización del hombre.
En esta época en la que la humanidad parece precipitar más y más en un abismo de tinieblas, María, Madre del Buen Consejo, nos exhorta a buscar la luz, escuchar la voz de Cristo Resucitado, reponer en Él toda nuestra confianza, porque Él nos hizo libres.
Pero, por desgracia, este es justo el consejo menos escuchado, o incluso rechazado, por los que se definen “modernos” porque para ellos Dios está, si está, en otro lugar con respecto al mundo: «¿Qué puede saber Dios de la pérdida del trabajo, de las deudas contraídas, del marido o de la mujer que decidieron abandonar el techo conyugal, de las enfermedades, de las disputas políticas, de todo lo que mina la humanidad y de quien “se ve obligado a empuñar las armas para restaurar el orden”».
¡Pobre hombre! Pobre porque todavía no realiza que Dios ya está en todo esto y que ¡sólo puede sacarnos de lo podrido, salvarnos, si sólo lo quisiéramos realmente!
En Luisa encontramos que Jesús, la verdadera voz de Dios, implora, suplica la criatura para que lo escuche. Él viene como Padre entre Sus hijos, como Maestro entre sus discípulos y quiere ser escuchado. Viene como Rey entre los pueblos, no para exigir impuestos o tributos, sino para tomar sobre Sí mismo todas las miserias, las debilidades, los males, las inquietudes de las criaturas. Todo lo que las tormenta y las hace infelices para esconderlo y quemarlo con su amor y devolver todo esto con un don nuevo y grande: Su Voluntad. 
Se sabe que la misma Luisa “entregaba” a quien la visitaba, a quien le escribía, a quien le pedía consejo, este único mensaje: acoger la Voluntad Divina. Entrar en esa lógica de vivir con Dios, para Dios, en Dios, en esa lógica Trinitaria, circular, donde el uno ayuda al otro y todos juntos ayudan la comunidad, conectándose, aconsejándose.
En la misma Encarnación, se les pide consejo a las Tres Personas Divinas, juntas obran el gran misterio, por amor tan fuerte, recíproco entre ellas y hacia los hombres. Así que cada vez que el alma quiere hacer la Divina Voluntad, el Padre Celestial mira antes dentro de sí mismo, llama como en consejo la Trinidad Sacrosanta, para llenar ese acto de Voluntad Divina de todos los bienes posibles e imaginables, y luego lo irradia de sí mismo y llena a la criatura de Su Voluntad que obra, comunica, transforma, para que su vida se convierta en un faro de luz que se vuelca en los demás.
¡El testimonio es nuestro mejor consejo!

Bendigo al Señor
Que me dio consejo;
incluso por la noche
mi alma me instruye. 

¡FIAT!