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Sagrados Corazones Unidos del AMOR SANTO

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Sagrados Corazones de Jesús y María, unidos en el amor perfecto,

PENTECOSTÉS

  

Pentecostés: fiesta judía y cristiana
(Revalorizando el Antiguo Testamento II)




Seguramente en el 99% de los casos cuando se le pregunta a un católico o a un cristiano qué se celebra en Pentecostés, responderá que la venida o efusión del Espíritu Santo. El mismo porcentaje reaccionará con sorpresa y desconcierto cuando se le confronte con el texto de Hechos de los Apóstoles que dice: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar” (v. 1). Todavía no aparece mencionado el Espíritu y ya se habla del día de Pentecostés de lo que se desprende que Pentecostés antes de ser una fiesta cristiana era (y es hasta el día de hoy) una fiesta judía. Y era una inmensa fiesta: una de las tres fiestas anuales de peregrinación a Jerusalén que se celebraban en Israel (ver Ex 23,16). Es decir, el Espíritu Santo, para decirlo de una forma gráfica, se aprovechó de la fiesta de Pentecostés, que estaban celebrando los judíos en Jerusalén, para manifestarse.

Originalmente, se trataba de una fiesta agrícola de ofrenda de las primicias de las cosechas a Yahvéh. Levítico 23,15-16 dice: “A partir del día siguiente al sábado, esto es, del día en que hayan ofrecido las espigas con el rito del balanceo, contarán siete semanas completas. Contarán cincuenta días hasta el día siguiente al séptimo sábado, y entonces ofrecerán a Yahvéh una ofrenda de granos nuevos”. De ahí el nombre hebreo de fiesta de las “semanas” (shabuot) y el nombre griego de “Pentecostés” que significa “cincuenta”.

Posteriormente, Pentecostés pasó a conmemorar la alianza de Dios con el pueblo en el Sinaí y, específicamente, la entrega por parte de Dios de la Toráh o Ley al pueblo de Israel a través de Moisés.

Shabuot se celebra 50 días después de Pésaj (= Pascua) y constituye la culminación del proceso de salvación: en la Pascua el pueblo fue liberado de la esclavitud de Egipto y en Shabuot toma conciencia del “para qué” fue liberado: para hacer la voluntad de Dios expresada en su Ley. La Toráh se convierte así en el gran regalo, la gran primicia de Dios para la vida humana porque en el cumplimiento de esa Ley el ser humano encontrará la felicidad. Se trata, entonces, no sólo de una “libertad de” sino de una “libertad para”.

Es cierto que el cristianismo no es judaísmo y que no es necesario ser judío para ser cristiano; sin embargo, el cristianismo surgió históricamente del judaísmo y por eso conocer nuestras raíces nos permite una mejor comprensión de nuestra comunidad de fe.

Nosotros celebramos “nuestro Pentecostés” también 50 días después de la Pascua de Jesús. Que el Espíritu Santo descienda sobre los apóstoles durante la fiesta judía de Pentecostés significa que los cristianos tenemos otra ley: la ley del Espíritu, ley que supera a la Toráh en cuanto que no está escrita en uno o muchos códigos, pues de lo que se trata es de vivir permanentemente en sintonía con el Espíritu de Dios.

En el Nuevo Testamento, el Espíritu se manifiesta como el que produce la unidad en el amor, según el antiguo saludo litúrgico de la Iglesia que se conserva en 2Co 13,13 y que se repite al inicio de cada misa: “¡La gracia de Jesucristo, el Señor, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo, estén con todos ustedes!” El Espíritu Santo es en primer lugar el nosotros del Padre y del Hijo en persona, la comunión del uno y del otro. Y así como es el vínculo de unidad en la Trinidad, lo es también en la historia de la salvación realizando la unidad de los creyentes y, en última instancia, de todo el género humano.

Este Espíritu es el que conduce la Iglesia y que produce su unidad. Hay que recordar que unidad no es sinónimo de uniformidad, le pese a quien le pese. Los creyentes no somos ni debemos ser producidos en serie. La unidad es la armonía en la diversidad legítima, tal como las cuerdas de un arpa o de una guitarra que, siendo distintas, pueden producir hermosas melodías.

También hay que recordar que la Iglesia (todos nosotros) debe abrirse constantemente a la acción del Espíritu tanto dentro como fuera de ella, pues la Iglesia no es la administradora del Espíritu (como una administradora de fondos de pensiones), sino la servidora del Espíritu; y como el Espíritu sopla donde quiere (ver Juan 3,8), la Iglesia debe esforzarse entonces por discernir dónde está actuando para ir allí y servirlo.

El Espíritu por su mismo nombre –que significa también viento, soplo- nos saca de nuestras patrias imaginarias para lanzarnos a un porvenir insospechado; desestructura nuestras pseudoseguridades, indica la revolución de la historia y nos trae el futuro de Dios. En última instancia, nos muestra la insuficiencia del ahora y a Dios como futuro y plenitud del mundo.

Autor


Laico. Doctor en Teología Bíblica por la Eberhard-Karls-Universität Tübingen, Alemania.

Integrante de la Comisión Nacional de Animación Bíblica de la Pastoral de la Conferencia Episcopal de Chile.

Académico del Instituto de Teología de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, Concepción, Chile.